sábado, 20 de septiembre de 2014

martes, 17 de junio de 2014

EL CANDIDATO GAGÁ

[Nuevo artículo en Publicoscopia]


En el proceso de votación del secretario general del PSOE, como en toda historia digna de ser filmada o narrada épicamente, existen los perdedores. No me refiero a aquellos que el próximo 13 de julio no obtendrán la mayoría. Son los precandidatos que no alcanzarán el número mínimo de avales exigido por la dirección socialista.
Hablo en plural de precandidatos para camuflar la soledad de aquel candidato del cual menos expectativas ganadoras existen. Manuel Pérez García, que así se llama en una sinfonía de apellidos ordinarios, es un militante socialista de  67 años. Por tercera vez se presenta como candidato a secretario de su partido. No es oriundo de aquella ciudad cuyo club es famoso por su alta moral, sino de Puertollano. En su blog http://manuelperezprimarias.blogspot.com.es/  se presenta bajo la triada medico-economista-abogado.
Este socialista genético, como él mismo se califica, me impulsa a reflexionar sobre cómo el consumismo mercantilista que nos educa y manipula en el rechazo a las arrugas y la adoración de la esbelta juventud, primero en el campo musical, más tarde en el deportivo, extiende sus tentáculos al ámbito político.
En plena crisis de identidad del PSOE se busca el elixir de la juventud con desesperación. El remedio está en los barbilampiños, en las cabelleras que nunca han sido mancilladas por el tinte. La regeneración debe partir de las nuevas generaciones. Cuando oigo estos mensajes dudo si no estaremos cayendo en otra separación más de la sociedad. El dinero nos etiqueta en una u otra clase social. La pretensión de cualquier demócrata siempre se halla en la lucha contra todas las barreras que se nos interponen para alcanzar la igualdad de los conciudadanos.
En un mundo en el que la crisis y los ajustes han acentuado la distancia que separa a ricos y pobres, no podemos permitir que en política se establezcan nuevas brechas. Pensar que la sociedad solo avanza con la llegada de los más jóvenes es erróneo. Sociedad somos todos, jóvenes, adultos, mayores. Se trata de buscar las mejores ideas allí donde se encuentren las mejores mentes. No será la primera ni última vez que hemos conocido casos de imberbes que realizan proclamas dignas de un habitante de las cavernas.
Estas últimas semanas ha corrido de boca en boca una palabra, república, a la que traigo aquí como título de la famosa obra del filósofo griego Platón. En La República de Platón se abogaba por un gobierno de los sabios, identificándolos como los ancianos, aquellos que están imbuidos de las mayores virtudes, habiendo pasado ya la etapa de los desmanes juveniles. Este podría ser un argumento dignísimo para tener siempre presente a la tercera edad, sobre todo si nos percatamos de que esas disquisiciones son antiquísimas, del siglo III a.C.
Prefiero terminar con unas palabras recientes, plasmadas en un libro publicado en 2010, que corroboran mi defensa de las brillantes e inteligentes canas. Su autor hizo un llamamiento a “una verdadera insurrección pacífica contra los medios de comunicación de masas que no proponen como horizonte para nuestra juventud más que el consumismo de masas, el desprecio de los más débiles y de la cultura, la amnesia generalizada y la competición a ultranza de todos contra todos”. Tenía 93 años y se llamaba Stéphane Hessel. El eco de su grito de indignación acabaría llegando a las plazas de nuestro país en la primavera de ese mismo año.

miércoles, 11 de junio de 2014

RES PUBLICA

[Nuevo artículo en Publicoscopia]

Perdonen las esdrújulas, pero las polémicas políticas son estúpidas y lisérgicas a la vez. Estúpidas porque todos soltamos los respectivos discursos, a veces de carrerilla, sin mirar a nuestro interlocutor, sin advertir de la insignificancia de los argumentarios cuando éstos se sustentan en débiles pilares. Lisérgicas porque creamos mundos de la nada, los llenamos de personajes y situaciones que son tan consistentes como esos anuncios etéreos de felicidad coca-colera.
He esperado una semana porque el tiempo, no digo que dé ni quite razones, pero al menos nos da eso, tiempo. Ahí, en el espacio temporal (pues se convierte en algo físico que podríamos señalar en un mapa), en ese tiempo que se abre ante nosotros, lejos de la rutina y de las pequeñas alegrías de cada día, siempre habrá uno o dos momentos en los que está uno consigo mismo. Ahí trabaja nuestra mente recolocando piezas aunque no estemos en una actitud convenientemente reflexiva.
El rey se va, deja la corona encima de la mesa, y se prepara para una jubilación quizás marinera, quizás de safari. Y ¿qué hacemos? Emulando el deporte de Rafa Nadal, nos arrojamos la pelota de uno a otro lado del campo. Pregunto: ¿no tenemos la Constitución? Existen unas reglas del juego, y digo juego, no por recordarles otra vez el raqueteo, sino para hacerles ver que todo es juego, todo es infantil, todo es un tirón de pelos y peleas de revuelco en el cole.
La Constitución lo dice bien claro. Estamos en una monarquía parlamentaria. No diré: y punto final. La Ley de leyes no es una caja cerrada herméticamente como lo estaría un ataúd. Sino un cofre, donde guardamos todas nuestras esperanzas, nuestros objetivos en esta vida. Sí, objetivos de la vida. Aunque les parezca extraño y no se hable en el papel como sí hacen los estadounidenses de la búsqueda de la felicidad, nosotros nos dimos en 1978 unas bases para vivir en armonía.
La Constitución dice blanco. Muchos se lamentan ahora de que diga blanco, y aquí el lector sabrá que hablo de monarquía. La Constitución española está escrita, sin embargo, como todas en lápiz. No verán nunca una sola palabra inamovible en ella. Para quien quiera borrar alguna coma, verbo o adjetivo, tiene el mecanismo: La reforma constitucional, cuyas normas se establecen en el Título X de la Constitución. Sigamos las reglas, ya nos los dice la X del título constitucional. Usemos la X para tachar aquello que veamos ahora que no nos agrada, pero hagámoslo según las reglas de mayorías parlamentarias.
Son peregrinas las llamadas al referéndum sobre república o monarquía. Tenemos un artículo 168 de la Constitución que nos señala que todo lo referente a la monarquía se puede reformar con total tranquilidad, exigiendo en su último punto la ratificación por referéndum. Lo demás es agitación de banderitas.
Piensen los republicanos, reflexionen sobre las bases del sistema que anhelan y verán que habría que estudiar en profundidad la cuestión. Cuando surgen las primeras repúblicas en la tierra, entiéndase en su concepción moderna, vemos un patrón común. Parece que quisieron sustituir la cabeza del monarca por la de un presidente con parecido endiosamiento. Viéndolo detenidamente, si la función de un presidente de república es la de representar a una nación, ¿no existe ya esa función en el ministro que se encarga de los asuntos exteriores? Y si de verdad se habla de símbolo más allá de sus funciones ejecutivas, ¿no estaríamos haciendo un flaco favor a la modernidad de un régimen político de iguales en el que se llegaría a investir a ese cargo de ínfulas de grandeza que huelen a Luis XIV?